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Diario trágico de una joven maestra 15 a 18 de mayo (página 2)



Partes: 1, 2

Don Crisóstomo volviendo en sí de su
fascinación inicial, preguntó al señor cura:
qué opina de la institutriz?. Bellísima,
respondió con apetitos bestiales. Lástima que
esté perdida para el cielo, repetía, juntando sus
manos, alzando la cabeza y volteando las pupilas de sus ojos en
actitud beatífica de oración. Por qué?,
preguntó don Crisóstomo asustado. Porque todos los
que estudian en escuelas Normales y colegios oficiales son ateos.
Apuesto a que esta joven no cree en Dios. Usted se engaña
señor cura, replicó don Crisóstomo, esa
joven es muy piadosa. Entonces por qué no ha ido a
confesarse conmigo?. Acercarse a sus ministros es acercarse a
Dios. Pero quien se aleja de ellos se aleja también de
Dios. No habrá tenido tiempo, intervino don
Crisóstomo. No señor!, alguna picardía
esconde cuando no se acerca al Santo Tribunal de la Penitencia.
No crea Usted eso!, ella es muy virtuosa!. Engaño!,
mentira!, Satanás también era hermoso, Luz Bella, y
también se reveló contra Dios.

En ese momento, por fortuna para los estómagos
vacíos y para desgracia de la elocuencia sacerdotal, se
oyeron las palabras sacramentales de doña Mercedes: Vamos
a comer!.

Juanchito tumbando sillas y pisando a las personas
llegó jadeante y me ofreció el brazo para
acompañarme al comedor. Al atravesar el umbral de la
puerta volví a mirar hacia atrás. Arturo y Matilde
venían de últimas charlando. Sentí una
súbita lividez en mi rostro, un nudo en mi garganta y los
celos que oprimían el fondo de mi alma.

La comida fue ceremoniosa. Tuve que aguantarme todo el
tiempo la cercanía fastidiosa de Juanchito. Arturo no
dirigió la palabra ni una vez a Matilde. Al final de la
comida, los vinos dieron un poco de animación, tornaron
los rostros más joviales y las almas más
extrovertidas.

Nos trasladamos de nuevo a la sala y doña
Mercedes pidió a las y a los jóvenes tocar y cantar
algo. Pasó al piano primero Paquita y ejecutó
algunos valses y zarzuelas. Luego doña Dolores me
pidió que cantara algo. Don Crisóstomo dijo: Arturo
ve a acompañarla!. Arturo callado y tembloroso
ocupó su puesto en el piano. Yo sin mirarlo, pálida
y agitada permanecí de pie junto a él. Mientras
cantaba, Arturo no apartaba su mirada apasionada de mi rostro, mi
garganta o mi pecho. Al terminar la última
interpretación mis ojos estaban húmedos de
lágrimas, hubo aplausos emocionados en la sala y Arturo me
llevó del brazo hasta un sillón y se sentó
junto a mí. Ernestina continuó tocando el piano.
Arturo aprovechó la ocasión para dirigirme la
palabra. Desde hace rato estaba intentado poder hablarte!. No le
contesté. No me condenes sin oírme,
prosiguió. Si supieras cuanto sufro, soy muy desgraciado
con tu indiferencia, no me aborrezcas!. Continué en
silencio. Voy a irme de esta casa, continuó, porque desde
que me aborreces todo es odioso en esta casa, pero no
podía partir sin decirte que soy inocente. No pude
más, alcé mi cara y lo miré tiernamente.
Sí, soy inocente, repitió con voz conmovida.
Fingí entonces una sonrisa forzada de incredulidad.
Disgustado prosiguió, no te rías de mí, no
seas cruel, bastante he sufrido en estos días. Iba a
responderle cuando llegó el gomoso Juanchito a suplicarme
que bailara con él. Arturo se levantó, se
despidió y se retiró. Todo fue en vano, no quise
bailar. Al poco tiempo nos despedimos todos y nos fuimos a
descansar.

Lunes 16 de mayo.
Bofetada por celos

Mientras desarrollaba mis clases con Sofía y
Matilde, el señor cura y la familia Quintero se
despidieron, el primero para regresar al pueblo, los demás
para continuar su viaje a Villeta. En la tarde vestí el
traje color crema, escogido por Arturo en Bogotá.
Recogí mis largos cabellos hacia atrás y entre
ellos coloqué un botón de rosa amarillo crema,
apenas entreabierto. Tomé un libro de lectura, salí
de la casa y como de costumbre me senté en uno de los
troncos bajo el sauce. Después de leer un rato,
cerré el libro preocupada y triste. Sin pensar en mis
problemas, me dediqué a contemplar el horizonte. El bosque
cercano estaba siendo invadido por el silencio y las tinieblas.
El cielo antes azul clarísimo se volvía gris con la
llegada de las nubes de la tarde. En los árboles se
empezaban a oír aleteos de aves y en los matorrales,
zumbidos de insectos. El agua del arroyo murmuraba, mientras
garzas inmaculadas levantaban vuelo con las postrimerías
del crepúsculo. Sentía ternura, tristeza, misterio,
mientras avanzaba la tarde. Me sentía como una ninfa
esperando los rayos de la luna, sentada bajo el sauce, rodeada de
extensos prados verdes, protegidos a lo lejos por grandes
árboles. Una suave lluvia empezó a caer con inmensa
dulzura voluptuosa. La palidez del cielo besaba las sombras de la
tierra. Los árboles se agrandaban sobre un fondo, donde
las nubes se incendiaban con el sol poniente. Las siluetas de las
montañas se borraban y se perdían en la penumbra de
la noche que llegaba. La naturaleza se adormecía, todo
entraba en calma, anunciando reposo bajo un soplo
paradisíaco. Las estrellas empezaban a aparecer y la luna
y Venus hacían su entrada en el firmamento, alumbrando
como esferas doradas.

De pronto sentí cerca ruido de hojas,
volví a mirar, Arturo se aproximaba por entre el
jardín. Se sentó a mi lado, con mirada triste y
apasionada y voz dulce y amorosa me dijo: Por fin te encuentro
sola!. Por qué me haces sufrir tanto?. Porque quiero que
seas feliz con la mujer que verdaderamente amas, le
contesté. Con Matilde?, me replicó, no seas cruel!.
Tú sabes muy bien que yo no la amo. Y lo que vi?. Fue una
concesión al verla llorar!. Pero ella si te ama
intensamente y tus padres ya tienen previsto tu matrimonio con
ella. Basta ya!, soy un hombre no un niño y haré lo
que yo mismo decida y no lo que los demás quieran por
mí!. Continuó: lástima que tú no
hayas sentido con la mima intensidad el amor que despertaste en
mí!. Como así?, pregunté. Si tú
hubieras pasado quince días sin dormir, enferma y
enloquecida, no me harías sufrir tanto, replicó
Arturo con los ojos húmedos y llenos de pasión
infinita. No pude más, con una mirada ardiente, intensa de
profundo reclamo y la voz entrecortada de una alma adolorida
dejé escapar mi queja: Ingrato!. El se acercó, me
abrazó y sus labios se entrecortaron con los míos
en un intento de calmar la sed abrasadora de nuestro gran amor.
Extasiados y felices permanecimos así largo rato, absortos
en una voluptuosidad infinita, hasta que la repentina presencia
de un extraño nos hizo separarnos.

Don Crisóstomo estaba allí temblando de
ira. Nos pusimos de pie con Arturo. Yo miraba al anciano con
tranquila serenidad desafiante. Arturo lo hacía con
fulgores de cólera, como retándolo. Vagabundo!,
exclamó el anciano y continuó con más
improperios contra Arturo. Se le acercó, miserable!, le
dijo y dejó caer una bofetada en una de sus mejillas.
Arturo como león herido se lanzó sobre el viejo. Me
interpuse y los separé. Con mirada ardiendo de ira y con
voz temblorosa le dije: Si no lo sabía, nos amamos!, y
Usted además de ser un miserable es un cobarde. Miserable
por un intento de forzarme y cobarde por golpear a Arturo, a
sabiendas de que él no puede levantar la mano contra su
padre. Déjeme castigarlo, soy su Padre!, prosiguió
enfurecido el viejo. Él no es mi padre!, replicó
Arturo con voz enronquecida por la rabia y el dolor. Y
mirándolo con desprecio y coraje continuó: prefiero
la verdad, que soy hijo de un clérigo y no de
éste!

Vamos me dijo tomándome de la mano. El anciano
quedó inmóvil y seguramente en sus oídos
retumbaban mis palabras como el silbido de una látigo, y
las de Arturo como truenos y rayos que le caían en medio
de una tempestad. Mientras entrábamos silenciosos a la
casa, el anciano se dejó caer sobre unos de los bancos,
ocultó el rostro entre sus manos y dejó escapar sus
sollozos, que se oían como ruidos extraños del
bosque.

Martes 17 de
mayo. Intento de violación

En la tarde volví al sitio acostumbrado bajo el
sauce. Soberbia y triste me entregue a serias meditaciones. El
amor me había desbordado. Ese manantial largo tiempo
reprimido en mi corazón, afloraba fuertemente con un beso.
Ay!, sí!, el recuerdo de aquellos besos sigue quemando mis
labios!. Mi cuerpo se inquietaba, relámpagos de
pasión lo estremecían. Me parece sentir aún
al brazo fuerte y tembloroso de Arturo en mi cintura, la
presión de sus manos en mi espalda y su cálida y
anhelosa respiración en mi rostro.

Empecé a sentirme mal, la sangre se agolpaba y
latía en mis sienes, me dolía horriblemente la
cabeza. Regresé a mi cuarto, me dejé caer en el
sofá y esperé recuperarme con la quietud y el
silencio de la noche. Todo fue en vano, al rato tuve que abrir el
balcón, apoyar mis manos en la baranda y respirar
profundamente la brisa fría y olorosa a plantas y flores
que venía del campo. Los ruidos y las luces del día
habían cesado. Con el soplo suave y aromatizado del viento
empecé a sentirme mejor. Cuando mi espíritu
inquieto se había calmado y empezaba a soñar
nuevamente con mis recuerdos, me di cuenta que Arturo estaba
afuera, sentado en un banco bajo el sauce.

En mudo diálogo nos comunicamos largo rato, nos
enviamos multitud de besos y suspiros. A pesar de la distancia,
nuestros espíritus se abrazaban en la tranquilidad
infinita de la noche.

Me pareció oír que la puerta de mi cuarto
se entreabría. Entré al cuarto y cerré la
puerta con llave para mayor seguridad y regresé al
balcón por largo rato. Al entrar al cuarto de nuevo, la
mano de un hombre me agarró fuertemente. Dios mío,
qué es esto?, grité. No grite ni haga
escándalo, nadie puede entrar en su ayuda, Usted misma ha
cerrado con llave la puerta, dijo don Crisóstomo tratando
de abrazarme y besarme. Infame, salga de aquí!,
volví a gritar. Nadie la oirá!, replicó el
anciano. Arturo que está abajo del sauce!,
repliqué. Ojala viniera para matarlo!. A su hijo?,
interrogué asustada. Ya sabe que no lo es!. Salga Usted
por Dios de mi cuarto!, le supliqué. Sólo
después de que haya sido mía, vengo ahora sí
resuelto a todo!. Nunca!, volví a gritar con indomable
cólera. Me desprendí de sus brazos y corrí
hacia la puerta. Se me lanzó, logró abrazarme de
nuevo y con una de sus manos me rompió la blusa, dejando
al descubierto el sostén de mis senos.

Con heroica resolución le asesté un
espantoso bofetón en su cara y el anciano
trastavilló sobre sus pies. Ahora no me defendía
sino que atacaba. Lo cogí por los cabellos y lo
tiré al suelo. Él se abrazó a mis piernas y
no les dejaba movimiento. Pude liberar una de ellas y con el
talón le propiné un duro golpe en el rostro que lo
hizo rodar hasta el sofá. Se sentó en él
llevando ambas manos a su ojo herido.

Con serenidad pasmosa me dirigí a la puerta,
donde tocaban fuertemente y doña Mercedes fuera de
sí, gritaba enloquecida. Entró doña Mercedes
como una tromba e inmóvil se cruzó de brazos para
observar la escena. Don Crisóstomo con el cabello
desgreñado, el vestido desordenado, amoratado el rostro y
tratando de ocultarlo con sus manos, yacía quieto y
humillado en el sofá. Yo estaba de pié con el
semblante aun enrojecido por la riña, las pupilas
húmedas, desarreglado el traje, rota la blusa y el cabello
suelto. En los dedos de mis manos se enredaban algunos cabellos
blancos del agresor.

Doña Mercedes con ademán soberbio y
sonrisa diabólica me insultó con un tropel de
diatribas, ofensas soeces y frases calumniantes, imposibles de
creer en boca de una señora distinguida. La oí
tranquilamente, pero cuando terminó, con voz temblorosa y
ronca, le dije: Miente señora!, su esposo es un miserable
y un cobarde!, intentó abusar de mí, pero
afortunadamente pude defenderme!. Interróguelo Usted
misma!.

Como doña Mercedes callaba me dirigí al
anciano y le pregunté: es cierto que Usted entró a
mi cuarto a escondidas?, que intentó abusar de mí,
pero que pude defenderme? Y que soy inocente?. Sí,
contestó el anciano con voz débil y avergonzada.
Mentiras!, gritó doña Mercedes iracunda, ya
sospechaba que Usted es la querida de mi esposo!, y la que
corrompió a Arturo!, pero que más se puede esperar
de una mujer educada en una escuela oficial sin ley ni Dios?, de
la hija de una vagabunda?.

Al oír este insulto a mi madre no pude
contenerme. En actitud amenazante avancé sobre doña
Mercedes y la hice retroceder hasta que la pared la detuvo. Puse
mis manos sobre sus hombros y con mirada chispeante por el odio y
voz sollozante por la cólera le dije: Esa mujer a quien
Usted llama vagabunda es una mujer honrada, no una meretriz
piadosa como Usted, vieja sin vergüenza!. Ella no ha tenido
necesidad de ir a los conventos a buscar alivio a sus pasiones en
brazos de frailes sibaritas. Ella nunca ha tenido falta que
ocultar. Por mi parte, salgo de esta casa con mi cuerpo y mi alma
tan limpios como cuando entré. No como salió Usted
de la sacristía del convento de Santo Domingo,
después de haber estado en brazos del padre
Galindo.

Al oír la declaración de su deshonra,
delante de sus hijos que ya estaban presentes, doña
Mercedes quedó herida como por un rayo. Llevó las
manos a su cabeza, dio un grito horrible y cayó desmayada
en brazos de Sofía, que lloraba nerviosamente sin
comprender la escena. Con ayuda de las sirvientas la trasladaron
a su alcoba. Como el anciano continuaba anonadado en el
sofá, lo levanté bruscamente y lo empujé
hacia la mitad del corredor. Pálida y temblorosa, pero aun
de pie, corrí a la puerta, la cerré con
estrépito, me llevé las manos al corazón,
con gemidos llamé a mi madre y sin sentido caí al
suelo.

Miércoles
18 de mayo. Inesperada y dolorosa partida

Los primeros rayos de sol y la brisa con perfumes del
campo, que entraban por la ventana, aun abierta, me despertaron.
Al principio no sabía dónde estaba, ni por
qué vestida, me encontraba tendida en el suelo. Cuando
llegaron los recuerdos a mi mente recuperé las
energías de mi carácter, me arreglé
rápidamente, llamé a una de las empleadas y le
solicité el favor de pedir a don Crisóstomo alistar
un coche para partir enseguida hacia Bogotá.

Con prisa descolgué los cuadros de las paredes y
guardé todo en las maletas. El aspecto frío y
triste del cuarto me llenó de amargura. Mi corazón
dolido y enamorado me hizo suspirar. Ya no volvería a
soñar nunca en el balcón, ni a oír desde
allí el murmullo del arroyo, el canto de los
pájaros en los árboles, el zumbido de los insectos
en los matorrales. Ya no volvería a ver desde allí,
los magníficos atardeceres con nubes incendiadas por el
sol poniente. Tampoco la querida silueta de Arturo
acercándose o alejándose de los bancos bajo el
sauce. Los paseos y coloquios vespertinos con Sofía y
Arturo, los botones de rosa, la gruta, todo iba a desaparecer
para siempre.

La idea de este completo olvido me estaba aterrorizando
cuando entró Sofía precipitadamente.
Señorita no se vaya!, que desgracia para mí!. Las
dos nos abrazamos llorando. No puedo hacer otra cosa!, le
contesté. Y se va Usted disgustada conmigo?. Pero que
cosas dices!, le repliqué. Arturo y yo no la olvidaremos
nunca. Solo Dios sabe!, le contesté. No lo dude, la
queremos mucho!, le escribiremos!. Estrechaba la niña
contra mi corazón cuando llegó un obrero a avisarme
que el coche estaba listo. Tomé mi sombrero y mi abrigo,
abracé por última vez a Sofía quien enjugaba
sus lágrimas en un pañuelo, y salí con paso
aligerado.

La casa parecía solitaria. Don Crisóstomo,
doña Mercedes, Matilde y Arturo continuaban en sus camas,
probablemente no querían salir a despedirme. En el portal,
las personas del servicio esperaban consternadas. Simona,
limpiándose las lágrimas con el delantal se
acercó a decirme adiós. Conmovida abracé a
todos, me despedí y subí al coche. Mientras
partía di una última mirada a la casa, hundí
mi cara entre las manos y lloré amargamente.

A pocos minutos de iniciar el recorrido el cochero
detuvo el carruaje. Preocupada asome la cabeza por la portezuela
para averiguar la causa. Arturo en un caballo nos había
alcanzado. Se desmontó y me saludó, su rostro
sombrío, dolorido, tenía una expresión de
seriedad extraña. El mío se iluminó de
felicidad. Tengo que hablarte!, me permites que te
acompañe un trecho?, me preguntó. Está
bien!, le contesté. Acopló su caballo al coche,
abrió la portezuela, subió y se sentó a mi
lado. El coche continuó su viaje. Tan pronto me avisaron
de tu partida, mientras me vestía, pedí me
alistaran el caballo más rápido. Estaba seguro de
que te alcanzaría. Mi madre fue muy cruel contigo, pero de
todas maneras es mi madre y no me queda más remedio que
perdonarla.

Pero ese viejo, es un villano!, atreverse de nuevo!,
anoche sentí deseos de matarlo!, pero más temprano
que tarde encontraré alguna forma de vengarme de
él!. Mientras hablaba, sus pupilas grises lanzaban
resplandores siniestros. Te vas y yo quedo sólo en esa
casa que desde ahora aborrezco tanto. Cuando pueda independizarme
ya será demasiado tarde, ya me habrás olvidado. Con
tu belleza, cualidades y carácter encontrarás
muchos pretendientes!.

En verdad lo crees así!, le pregunté.
Precisamente por eso lo digo!, replicó. La que debe temer
el olvido soy yo, me voy y tú quedas sólo en casa
con una persona que te quiere mucho y te tienen destinada como
esposa. Seguramente aquella escena entre los matorrales, que
nunca podré olvidar, volverá a
repetirse.

No me martirices más, por Dios!, no te parece
suficiente mis desgracias!, y ya te he repetido varias veces que
solamente puedo amarte a ti! Y creo habértelo demostrado
suficientemente!. Tomó una de mis manos y la llevó
a sus labios. Recliné mi cabeza hacia atrás y
él se quedó contemplándome largo rato.
Sentía su mirada como una caricia inefable en todo mi
cuerpo. Con la punta de los dedos acariciaba su mano, que
aprisionaba la mía. Todo mi cuerpo se estremecía
con su contacto varonil. Los labios me temblaban como si
silenciosamente estuvieran orando, las ventanas de mi nariz se
movían con mi respiración anhelosa. Con voz tierna
y vacilante me dijo: prométeme que no me
olvidarás!. Nunca!, le respondí apasionadamente. Se
inclinó hacia mí, me acercó a su
corazón y me besó con una ternura infinita. Aquel
beso me hizo exhalar un gemido parecido al arrullo de una
paloma.

Mientras me abrazaba amorosamente, cierto presentimiento
nefasto me obligó a separarme de sus brazos. Aunque no lo
queramos llegó el momento de despedirnos!, le dije con
inmensa tristeza. Todavía no!, me contestó.
Pedí al cochero que detuviera el coche. Arturo tomó
mis manos, las cubrió de besos y lágrimas y con un
gemido me dijo adiós!. Descendió del coche,
cerró la portezuela y desató el caballo. El cochero
apresuró la marcha. A través de la nube de polvo
que levantaba el carruaje y de las lágrimas que me
hacían ver todo borroso, lo vi inmóvil al lado del
caballo, contemplando mi partida, y luego, a lo lejos, que
montaba y a trote lento regresaba a casa.

 

 

Autor:

Rafael Bolívar
Grimaldos

Del libro FLOR DE FANGO de José
María Vargas Vila

Partes: 1, 2
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